¿Quién no ha planeado decir algo con denuedo para después irse? La primera vez que lo hice fue para darle una carta -declarando mi amor- al niño que los tres años de secundaria, se había sentado justo detrás de mí. Siempre ha sido para este tipo de situaciones que proyecto momentos que quién sabe si ocurren de la misma manera en mi cabeza. Constantemente, puedo soñar cada palabra y que pasará a continuación. Ésto se lo debo a mi condición de mujer; que algunas veces me aqueja, otra no tanto.
Y cómo me encuentro en mi letargo puedo darme el lujo de usar mi personalidad literaria: Dulcinea. Dulce no me cae tan bien. Ella, es más bien del tipo huraña y llena de argumentos. Pero no quiero desviarme tanto de la raíz. Estábamos escribiendo -casi- sobre cronotopía.
Recuerdo cada una de estas situaciones. La mayoría de ellas me provoca una sonrisa sutil y las que quedan, me arrepiento. Esos guiones con los que si al menos no puedo ganarme un Óscar, prometieron cumplir mis expectativas frustradas. Creo que terminé utilizando tanto esta técnica que pareció perder el valor con el que siempre la adorné.
Mi conclusión adelantada es que, si bien estos hechos vienen de mi debilidad. Me voy porque me da miedo no volver, lo hago porque no soporto los tatuajes recordándome la dirección de mis pasos (aún cuando finja disimulo), así cómo no aguanto un Mc'Donalds por la mañana y los parques arbolados cómo escondites.
Debo confesar, que mi debilidad se debe a la música que me nubla el pensamiento. Todavía mucho más que aquel hombre que cuando se acerca hace mis piernas temblar. Ambas situaciones son cómo un par de zapatos. Nunca he podido separarlos; si lo hiciera, dejarían de funcionar.
La verdad es que este viejo acto humano con fines románticos (¡Gracias, Hollywood!) me parece quijotesco. Prefiero la pregunta eterna en mi inconsciente, que el vacío y la gripe que me ataca; alguna vez, varicela.